Los arquitectos del Palacio del Marqués de los Vélez y Conde de Niebla

El Palacio del Marqués de los Vélez y Conde de Niebla, una de las últimas casas palaciegas levantadas en el entorno histórico del Prado y sede de Casa Decor 2026, es el resultado de un proceso constructivo en el que han participado tres arquitectos muy distintos entre sí. Cada uno intervino en un momento clave y por motivos diferentes, y comprender su trabajo es esencial para entender la singular identidad que conserva hoy.
La información que poseemos sobre estas intervenciones procede del estudio histórico del inmueble realizado por Rubén Pérez Eugercios, historiador del arte, cuyo análisis permite reconstruir las fases fundamentales del palacio.
El proyecto original, firmado en 1892 por Enrique Sánchez Rodríguez, respondía a una visión clasicista y sobria poco habitual en un fin de siglo dominado por el barroquismo afrancesado y el eclecticismo llamativo. Ya en el siglo XX, con la llegada de la Congregación de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, el edificio pasó a manos de Joaquín Sainz de los Terreros Gómez, quien lo adaptó a su nuevo uso y lo amplió respetando su escala monumental. Finalmente, en 1950, José Yárnoz Larrosa realizó una intervención discreta pero decisiva en el zaguán, manteniendo el espíritu del palacio mientras resolvía nuevas necesidades funcionales.
Tras la Exposición, el inmueble, actualmente propiedad de Sircle Collection y Take Point, se someterá a las obras de transformación para convertirse en un hotel boutique de lujo, abriendo así una nueva etapa en la vida de este singular palacio madrileño.

1. Enrique Sánchez Rodríguez: el arquitecto del proyecto original (1892–1895)
Según el estudio de Rubén Pérez Eugercios, cuando Enrique Sánchez Rodríguez firmó el proyecto del palacio en 1892, ya era un arquitecto con una sólida experiencia en la administración. Nacido en Madrid en 1841, desarrolló buena parte de su trayectoria como arquitecto municipal, llegando a dirigir el Ensanche, la gran ampliación urbana ordenada por el Plan Castro de 1860. Su obra construida no es muy amplia, pero sí especialmente reveladora: combina el eclecticismo académico propio de la segunda mitad del siglo XIX con un marcado respeto por el clasicismo madrileño heredado de Juan de Villanueva, el arquitecto neoclásico más importante del Madrid ilustrado.
Dentro de su producción conocida, destaca un conjunto de proyectos realizados en Móstoles, localidad con la que mantenía vínculos familiares por parte de su madre. Allí están documentadas la construcción de un lavadero, el antiguo casino de Móstoles en 1876 y el matadero municipal en 1886. En 1880 ya ejercía como arquitecto municipal de Madrid, lo que indica que, incluso tras obtener ese cargo, continuó atendiendo encargos en Móstoles.

En Madrid, además de los planos de alineaciones y parcelarios derivados de su labor municipal, se conserva un proyecto especialmente relevante: la Junta Municipal del Distrito de Chamberí, ubicada en la plaza homónima. Tal como señala el estudio de Pérez Eugercios, este edificio sirve como un enlace claro para entender los paralelismos formales con el Palacio del Marqués de los Vélez y Conde de Niebla. Construido como tenencia de alcaldía en 1886 –seis años antes que el mencionado palacio–, presenta un eclecticismo que, tanto en su composición arquitectónica como en su uso del color y los materiales, remite a la arquitectura madrileña influida por los principios clasicistas de Juan de Villanueva, ampliamente imitada en la primera mitad del siglo XIX. La obra fue finalizada por José López Salaberri en 1890, dato especialmente útil para contextualizar el palacio de la calle San Agustín.

En el panorama arquitectónico madrileño de la época, el palacio destaca precisamente por su apuesta por un clasicismo monumental en un momento en que predominaban otros caminos: por un lado, las corrientes barroquizantes de influencia afrancesada –con el palacio de Linares como gran referente–; y por otro, las tendencias eclécticas de inspiración medievalista, como las que se aprecian en el palacio de Zabalburu. Todas estas construcciones surgieron durante un periodo de gran efervescencia nobiliaria, potenciado por el sistema político vigente.
El Palacio del marqués de los Vélez, sin embargo, parece responder a una intención distinta. Según el estudio, esta diferencia podría estar relacionada con el hecho de que el conde de Niebla era heredero de la Casa de Medina Sidonia, uno de los linajes más antiguos e influyentes de Andalucía y uno de los ducados hereditarios continuados más antiguos de España.
Este trasfondo nobiliario marcaría dos decisiones esenciales. La primera, la elección del arquitecto. Aunque no sea posible afirmarlo de manera absoluta, todo apunta a que los futuros duques buscaban a alguien capaz de manejar un lenguaje clásico, incluso con matices manieristas, como los que finalmente se materializaron en el edificio. La elección del estilo no fue en absoluto casual: los marqueses evitaron conscientemente los estilos más llamativos o de moda, preferidos por la nueva nobleza de origen industrial. Su intención era reforzar la imagen de tradición y continuidad histórica de su linaje.
La segunda decisión clave fue la ubicación. El palacio se levantó en un área con una larga tradición de asentamiento aristocrático desde que Madrid fue nombrada capital en 1561. Esta situación, vigente desde comienzos del siglo XVII, comenzó a diluirse con la creación del ensanche en el último cuarto del XIX. El Palacio del Marqués de los Vélez fue la última gran residencia nobiliaria levantada en esa zona y una de las pocas que han sobrevivido, especialmente tras la desaparición del cercano palacio Xifré.
De nuevo se percibe una voluntad clara de diferenciarse: los marqueses podrían haberse instalado sin dificultad en las nuevas zonas elegantes del paseo de Recoletos o la recién urbanizada Castellana, donde se multiplicaban los palacetes y hoteles de la nueva burguesía. No lo hicieron. Eligieron este emplazamiento cargado de significado, y además adquirieron el solar a la Casa de Medinaceli, que había ocupado esos terrenos durante siglos con su palacio de la carrera de San Jerónimo.
Del proyecto original sobreviven hoy la fachada hasta la tercera planta, donde se aprecia un clasicismo de aire italianizante: sobrio, contundente y monumental. También permanecen algunos espacios interiores representativos, como el zaguán y la caja de escaleras, de carácter igualmente imponente y con un claro sello barroco-clasicista. Es en estos espacios donde mejor se conserva el espíritu inicial del edificio.
Con esta obra, Enrique Sánchez Rodríguez dejó una de sus piezas más significativas y, al mismo tiempo, uno de los últimos ejemplos de arquitectura palaciega clásica en el Madrid del siglo XIX.


2. Joaquín Sainz de los Terreros Gómez: adaptación y ampliación para uso conventual (1926–1936)
El siguiente gran capítulo en la vida del palacio comenzó en 1926, cuando pasó a ser propiedad de la Congregación de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. Para adaptar el edificio a su nueva función como residencia religiosa y convento, se recurrió al arquitecto madrileño Joaquín Sainz de los Terreros Gómez (1890–1948).
Sainz de los Terreros, profesor de la Escuela de Arquitectura y colaborador habitual de su hermano Luis, formaba parte de una generación que supo combinar el eclecticismo monumentalista de principios del XX con una incipiente modernidad. Sus obras más conocidas –el edificio del Círculo de la Unión Mercantil e Industrial (1918) o La Adriática (1926), ambas en Gran Vía– muestran su dominio del lenguaje decorativo y su habilidad para manejar la escala urbana.


En el Palacio de los Vélez, su intervención más visible fue la construcción de la capilla (1926–1928), instalada en los antiguo espacio de cocheras, que se cubrió con un lucernario octogonal decorado con vidrieras realizadas por la Casa Maumejean. Esta capilla es una de las joyas ocultas del edificio: un espacio minuciosamente decorado, que combina referencias góticas y platerescas con un toque preciosista propio de los talleres Granda, dirigidos por Félix Granda, figura clave en la renovación del arte sacro de la época.
Además de la capilla, Sainz de los Terreros acometió una serie de ampliaciones y recrecidos solicitados en 1935 y ejecutados tras la Guerra Civil. Su objetivo era claro: proporcionar dormitorios, aulas y dependencias suficientes para la comunidad religiosa. Lo hizo siguiendo un criterio continuista respecto a la obra original, respetando alineaciones, proporciones y materiales, pero simplificando molduras y ritmos para adaptarse al gusto de las décadas de 1930 y 1940.
El resultado es una ampliación que no compite con el palacio original, sino que lo prolonga con naturalidad, manteniendo la escala monumental y el carácter urbano del conjunto.


3. José Yárnoz Larrosa: la intervención discreta que aseguró la continuidad del palacio (1950)
José Yárnoz Larrosa (Pamplona, 1884 – Madrid, 1966) fue uno de los arquitectos más relevantes de la España del siglo XX, destacado tanto por su obra nueva como por sus restauraciones históricas. Estudió en la Escuela de Arquitectura de Madrid entre 1903 y 1910, y durante sus primeros años trabajó en el taller de Antonio Oriol. En 1913, junto a Modesto López, presentó un proyecto de pabellón para la Exposición Universal de Madrid, que le valió una Medalla de Oro en la Exposición Nacional de Bellas Artes.
Entre 1912 y 1914 desarrolló proyectos en España y Argentina, destacando obras residenciales y públicas como el pabellón del Congreso Nacional de Vinicultura y el Casino-restaurante Besta-Jira en Villava, Navarra. A partir de 1916 comenzó a colaborar con el Banco de España, proyectando sucursales en todo el país y, más tarde, la ampliación de la sede central en Madrid (1927–1934), reconocida por su integración con el edificio original y su adaptación de estilos modernos sin perder la monumentalidad clásica.
Su trayectoria se vio marcada por la colaboración con su hermano Javier hasta la Guerra Civil, cuando se separaron: Javier se exilió y José permaneció en España, desarrollando proyectos bajo el régimen franquista y ocupando cargos de relevancia en el ámbito patrimonial y académico. Fue director del Servicio de Monumentos de la Institución Príncipe de Viana, vicepresidente de la Sociedad Central de Arquitectos, presidente del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, y académico de las Reales Academias de Bellas Artes de San Fernando y de San Jorge. Recibió la Cruz de Alfonso X el Sabio en 1959.





Yárnoz se distinguió por fusionar estilos históricos –bizantino, mudéjar, gótico, renacentista y barroco– con tendencias contemporáneas como el art decó y el regionalismo, aplicando esta combinación en arquitectura pública, residencial y restauraciones. Destacan la restauración del Palacio Real de Olite, la dirección de trabajos patrimoniales en catedrales, monasterios e iglesias navarras, así como la cámara de alta seguridad del Banco de España.
Entre sus últimas obras se incluyen el Monumento a los Caídos de Pamplona (1940–1962), junto a Víctor Eusa, y la Ermita de San Salvador de Ibañeta (1964).
En 1950, Yárnoz fue llamado al Palacio del Marqués de los Vélez para realizar una reforma puntual en el portal y la portería. Su intervención fue respetuosa con el zaguán y la caja de escaleras originales, manteniendo la esencia clasicista del conjunto mientras mejoraba la funcionalidad y los accesos, demostrando su enfoque equilibrado entre respeto histórico y soluciones contemporáneas.


